La sensación de vivir en un campo de concentración planetario tiene su máxima realidad en la metrópoli. Ante una devastación total de las formas-de-vida, el eco que no deja de resonar en nuestro interior es: ¿a dónde huir? Habitar plenamente, arrancar territorios a la gestión mundial capitalista, construir comunas son los gestos revolucionarios de quien ha dejado de esperar, de quien no cree en las «soluciones» del urbanismo y otras ciencias de gobierno, porque sabe que la generación de mundos no es un problema, sino una necesidad vital que se asume o se delega al opresor. Constituirnos en fuerza histórica autónoma va de la mano de la destitución del estado de cosas presente, y viceversa.
[...] Fragmento a fragmento, la cuestión de los territorios, de cómo defenderlos, de cómo vivir autónomamente en ellos fuera y en contra del poder, asoma en todos los horizontes revolucionarios de la época. Aflora así la certeza de que sería justamente esta «propensión telúrica» la que inscribe los gestos políticos en lo más radical del ahora, la que les proporciona en cada ocasión su contemporaneidad. Contemporaneidad no por alguna voluntad de innovación u originalidad —los pueblos indígenas han hecho de los territorios el corazón de sus luchas desde hace siglos—, sino porque rechaza las pretensiones más falsas de esta época y dejan entrever por destellos otra. Nuestra tradición —la de los oprimidos— comparte así una estrategia con las formas-de-vida que entran en contacto con ella: estas se entretejen con territorios muy determinados, en los cuales pueden crecer, fortalecerse, organizarse, cuidar de todo aquello al alcance de sus manos, habitar en común. [...]