Nunca llegaré a Santiago es mucho más que un diario del Camino de Santiago realizado por un ateo, o un retrato de la España chusca que el caminante se encuentra a su paso. Es un libro misceláneo en el que se mezclan lugares únicos, personajes inolvidables, afiladas observaciones y apuntes sobre arte y arquitectura; todo ello hilado con un fino humor y con certeros alfilerazos, que hacen de esta narración un texto inolvidable. Un relato en el que el placer de caminar y la comida juegan un papel muy importante.
De Roncesvalles a Finisterre, Morán recorre una ruta que es sustancialmente diferente a la de hoy en día, un Camino que ha mutado de sendero solitario a autopista con atascos; el tiempo transcurrido desde su escritura y el cambio de época acaecido hace aún más atractiva la narración; también el salto tecnológico —la ausencia de los omnipresentes teléfonos móviles, principalmente— que dibuja un modo de vida ya casi olvidado, como si hubieran transcurrido veinte siglos, en vez de veinte años.
Las agudas descripciones, las sabias reflexiones, los paisajes, los paisanajes, los problemas con el clero, las condiciones materiales del viaje, los ocasionales acompañantes y las relaciones humanas que se generan en el transcurrir de los días, observados por la filosa mirada de Morán hacen que no exista un libro parecido sobre la ruta jacobea.
[...] Este viaje por el Camino de Santiago nació de una idea un tanto peregrina, muy a propósito. Porque en castellano lo peregrino es sinónimo de torpeza, candor e incluso lleva como adobo dosis de estupidez. ¿Es posible, a finales del siglo xx, recorrer centenares de kilómetros a pie sin exponerse a ser considerado un penitente o un vagabundo? En una época saturada de fundamentalismo religioso, de una fe tan llena de manifestaciones públicas como carente de intimidad —de eso que antaño conocían como vida interior e incluso algunos como mística—, caminar hacia Santiago de Compostela ofrecía el atractivo de una tentación laica: ¿de qué modo reacciona uno mismo y la sociedad que recorre, al repetir el que fuera viaje capital de nuestro mundo antiguo? Nuestra antigüedad no fue grecolatina sino medieval; somos bárbaros veteados de civilización.
No es verdad que se viaje para olvidar. Se viaja más bien para crear nuevos recuerdos. Especialmente cuando se trata de hacerlo sin prisas, cuanto más andando, que los paisajes se eternizan y hay tiempo para todo; mirar, cantar, pensar. A menos de ser muy simple e ir controlando el reloj como un ciclista o de tener mucha fe y pasarse el periplo rezando rosarios, no hay nadie que pueda caminar durante semanas y que no recorra tantos kilómetros como recuerdos. Irá pasando su vida a retazos; en ocasiones le servirá para avanzar más rápido y en otras para consumirse. [...]